La aparición del contundente cuadro de Carlos Vázquez Úbeda en TEFAF, en el stand de Jack Kilgore, me ha hecho pensar en una categoría de obras de nuestro arte, las de gran formato de fin de siglo XIX y principios del XX, que salen al mercado muy de vez en cuando. Viven la paradoja de ser consideradas, a menudo también por los propios autores, como sus máximas creaciones, pero justamente por ser de tamaños demasiado ambiciosas y demasiado representativas de un gusto o un mundo que se creen superados, se encuentran con serias dificultades . Su destino natural deberían ser los museos, pero éstos no se acaban de decidir por falta de espacio o por inseguridad sobre cómo serán recibidas. ¡Esperamos que la situación cambie! El caso del óleo de Carlos Vázquez es paradigmático. La obra, expuesta y premiada en Madrid, París y Buenos Aires (donde fue adquirida en 1908) supera muchas de las otras del artista, por la fuerza de su ejecución y por el tema, más atrevido que sus recurrentes escenas costumbristas de interior. Pero haría falta un esfuerzo pedagógico importante antes de que una institución osara adquirir una representación tan clara de discriminación racial.
Aun es más evidente el caso de esta extraordinaria acuarela monumental de Antoni Fabrés, teniendo en cuenta su técnica, recientemente subastada en Londres por Christie’s. Es la obra que consolidó al artista: expuesta en la nueva galería de la Sala Parés de Barcelona poco después de su regreso de formación en Roma, el éxito fue tal que se mostró en varias ocasiones, de manera intermitente entre 1884 y 1886. Las menciones en la prensa de aquel tiempo se multiplicaron, hasta el punto que Fabrés hizo una réplica prácticamente exacta (sin fechar), que fue expuesta y también premiada en Madrid y Munich y fue adquirida por el Estado español . Con todo, el orientalismo a que responde, retratando un castigo fantasioso y exagerado, y el humor que usa (¡la cartela sobre el condenado dice “Muévete ladrón!”) no facilitan su entrada en una institución.
Expuesta al Salón de la Société Nationale des Beaux-Arts de Paris en abril 1894 y al año siguiente en la Sala Parés de Barcelona, este gran oleo actualmente en una colección privada española después de ser recuperada en Uruguay, es la culminación de la primera época de Barrau. La obra es deudora de la influencia de su maestro Pascal Dagnan-Bouveret (1852-1929) y de sus visiones de religiosidad rural bretona, pero Barrau , eliminando cualquier anécdota, adopta un estilo más claro y directo y, fiel a un realismo sin muchas concesiones, introduce aspectos tan sugerentes como el aburrimiento de la chica más joven. La escena retrata una procesión que aún se celebra hoy dia, el Via Crucis en Montsacopa, cerca de Olot. Se puede considerar una de las obras clave del ruralismo catalán, siempre tendente a la religiosidad. Pero está claro que, desde el punto de vista comercial, Barrau acertó cuando, poco después de esta obra, se decidió por seguir a Sorolla y sus escenas luminosas mediterráneas. Hay un boceto de esta obra en el Museo de Terrassa.
Son abundantes los óleos que Mas i Fondevila dedicó a Sitges, a sus rincones y a su gente, pero son contadísimos lo que presentan una visión tan amplia y tan completa como la de esta obra. Por sus medidas, probablemente debía tratarse de un encargo. El tema y la intención es clara: mostrar el pueblo reunido, pulcro y radiante, de todas las edades y clases sociales incluido lo que parece un forastero con canotier atraído por la procesión que ha comenzado en uno de los lugares más bellos de la villa: una escena idílica que encajaba perfectamente con el papel de remanso de paz que se le había asignado a Sitges y a otras poblaciones de la costa, lejos de una Barcelona cada vez más convulsa. La figura del santo venerado parece ser la de San Isidro, lo que se explicaría por los matorrales floridos que aparecen en primer término, parecidos a la retama. Se trata de una obra mayor del artista, aunque, por el momento sin el debido reconocimiento por parte de coleccionistas e instituciones.